La marcha supone además la liviandad, la ligereza, la rapidez. Hay a que desprenderse de todo, estar liviano y marchar. Pero Guevara mantiene cierta pesadez. En Bolivia, ya sin fuerzas, llevaba libros encima. Cuando es detenido en Ñancahuazu, cuando es capturado después de la odisea que conocemos, una odisea que supone la necesidad de moverse incesantemente y de huir del cerco, lo único que conserva (porque ha perdido todo, no tiene ni zapatos) es un portafolio de cuero, que tiene atado al cinturón, en su costado derecho, donde guarda su diario de campaña y sus libros. Todos se desprenden de aquello que dificulta la marcha y la fuga, pero Guevara sigue todavía conservando los libros, que pesan y son lo contrario de la ligereza que exige la marcha. (Ricardo Piglia, de su libro El último lector, el cuarto capítulo: “Ernesto Guevara, rastros de lectura” pp.108-109)
Como gesto de una necesaria reunión imposible, este marcador de páginas me acompañó durante la lectura de 2666. De seguro el Che habría leído a Bolaño. En este instante el Che salí a fumar y pensar. Las páginas que leía eran las siguientes:
“Mientras por la tele pasaban ese reportaje Fate soñó con un tipo sobre el cual había escrito una crónica, la primera crónica que publicó en Amanecer Negro después de que la revista le rechazara tres trabajos. El tipo era un negro viejo, mucho más viejo que Seaman, que vivía en Brooklyn y era miembro del Partido Comunista de los Estados Unidos de América. Cuando lo conoció ya no quedaba ni un solo comunista en Brooklyn, pero el tipo seguía manteniendo operativa la célula. ¿Cómo se llamaba? Antonio Ulises Jones, aunque los jóvenes de su barrio lo llamaban Scottsboro Boy. También lo llaman Viejo loco o Saco de Huesos o Pellejo, pero por regla general lo llamaban Scottsboro Boy, entre otras razones porque el viejo Antonio Jones hablaba a menudo de los sucesos de Scottsboro, de los juicios de Scottsboro, de los negros que estuvieron a punto de ser linchados en Scottsboro y de los que nadie, en su barrio de Brooklyn, se acordaba.
Cuando Fate, por pura casualidad, lo conoció, Antonio Jones debía tener unos ochenta años y vivía en un apartamento de dos habitaciones en una de las zonas más depauperadas de Brooklyn. En la sala había una mesa y más de quince sillas, de esas viejas sillas de bar plegables, de madera y patas largas y respaldo corto. En la pared estaba colgada la foto de un tipo muy grande, de un par de metros, por lo menos, vestido como un obrero de la época, en el momento de recibir un diploma escolar de manos de un niño que miraba directamente a la cámara y sonreía mostrando una dentadura blanquísima y perfecta. El rostro del obrero gigantesco también, a su manera, parecía el de un niño.
–Ese soy yo –le dijo Antonio Jones a Fate la primera vez que éste fue a su casa–, y el grandulón es Robert Martillo Smith, obrero de mantenimiento del municipio de Booklyn, experto en meterse dentro de las alcantarillas y luchar con cocodrilos de diez metros.
Durante las tres charlas que mantuvieron, Fate le hizo muchas preguntas, algunas destinadas a removerle la conciencia al viejo. Le preguntó por Stalin y Antonio Jones le respondió que Stalin era un hijo de puta. Le preguntó por Lenin y Antonio Jones le respondió que Lenin era un hijo de puta. Le preguntó por Marx y Antonio Jones le respondió que por ahí, precisamente, tenía que haber empezado: Marx era un tipo magnífico. A partir de ese momento Antonio Jones se puso a hablar de Marx en los mejores términos. Sólo había una cosa de Marx que no le gustaba: su irritabilidad. Esto lo achacaba a la pobreza, puesto que para Jones la pobreza generaba no sólo enfermedades y rencores sino también irritabilidad. La siguiente pregunta de Fate fue su opinión acerca de la caída del Muro de Berlín y el sucesivo desplome de los regímenes de socialismo real. Era predecible, yo lo vaticiné diez años antes de que ocurriera, fue la respuesta de Antonio Jones. Luego, sin que viniera a cuento, se puso a cantar la Internacional. Abrió la ventana y con una voz profunda que Fate no le hubiera supuesto jamás, entonó las primeras estrofas: Arriba los pobres del mundo, de pie esclavos sin pan. Cuando hubo terminado de cantar le preguntó a Fate si no le parecía que era un himno hecho especialmente para los negros. No lo sé, dijo Fate, nunca lo había pensado de esa manera. Más tarde, Jones le hizo un croquis mental sobre los comunistas de Brooklyn. Durante la Segunda Guerra Mundial habían sido más de mil. Después de la guerra el número subió a mil trescientos. Cuando empezó el macarthysmo ya sólo eran setecientos, aproximadamente, y cuando terminó no quedaban más que doscientos comunistas en Brooklyn. En los años sesenta sólo había la mitad y a principios de los setenta uno no podía contar más de treinta comunistas desparramados en cinco células irreductibles. A finales de los setenta sólo quedaban diez. Y a principios de los ochenta ya sólo había cuatro. Durante esa década, de los cuatro que quedaban dos murieron de cáncer y uno se dio de baja sin avisarle nada a nadie. Tal vez sólo se fue de viaje y murió en el camino de ida o en el camino de vuelta, reflexionó Antonio Jones. Lo cierto es que nunca más apareció, ni por el local ni por su casa ni por los bares que solía frecuentar. Tal vez se fue a vivir con su hija en Florida. Era judío y tenía una hija que vivía allá. Lo cierto es que en 1987 ya sólo quedaba yo. Y sigo aquí, dijo. ¿Por qué?, preguntó Fate. Durante unos segundos Antonio Jones meditó la respuesta que iba a dar. Finalmente lo miró a los ojos y le dijo:
–Porque alguien tiene que mantener operativa la célula.”
(Roberto Bolaño, 2666, pp.329-331).